Desde hace un tiempo, ya sea en Navarra o en Madrid, asistimos a triunfales proclamas sobre la salida de la crisis, la creación de empleo y lo bien que va la economía. Y algo de cierto hay, al menos si nos fijamos en los indicadores habituales. Por ejemplo, el PIB lleva creciendo en España diecinueve trimestres seguidos. En Navarra veinte y es un 8% superior al de 2008 (1,7% en el caso de España). El discurso oficial da por superada la crisis. También el mercado de trabajo parece acompañar el triunfalismo: el desempleo ha pasado en España del 26,94% el primer trimestre de 2013 al 14,55% el tercer trimestre de 2018. En Navarra del 18,96% al 9,65%. El problema de los agregados macroeconómicos es que según como se utilicen, en lugar de describir o caracterizar la realidad la disfrazan y hasta la ocultan.
La otra cara de la moneda, la parte amarga que demanda mesura ante tanto
triunfalismo, está en indicadores socioeconómicos que tienen que ver con el
mercado de trabajo y la pobreza. Es bien conocido que el empleo que se crea es
de peor calidad que el que se destruyó y hay un elevado porcentaje de desempleo
oculto en forma de trabajo a tiempo parcial involuntario. De hecho, la pobreza
de personas ocupadas —trabajadores y, más a menudo aún, trabajadoras pobres— se
resiste a bajar. Las cifras de pobreza y privación material siguen siendo
escandalosamente altas. Hablamos de población en riesgo de pobreza y exclusión
de más del 26% en España y 13% en Navarra. La pobreza en grupos que no son
laboralmente activos, particularmente personas mayores de 64 años, se
incrementa. La población en situación de privación material severa, si bien no
con porcentajes elevados, está en niveles claramente superiores a los de 2008 y
deberían ser un aldabonazo en la conciencia social y política.
¿Hay alguna contradicción entre los dos tipos de indicadores? No
necesariamente. Miden cosas distintas y ambos, de atender a la metodología de
cálculo, son igualmente atinados. También es verdad que los indicadores de
pobreza llevan algún tiempo mejorando. Otra cosa es que nos empeñemos en
utilizar el PIB como indicador fetiche de cosas como desarrollo o bienestar.
Como dicen Stiglitz, Sen y Fitoussi en su célebre informe, “si utilizamos la
métrica equivocada, nos concentramos en las cosas equivocadas” y si solo
buscamos incrementar el PIB, podemos acabar “perjudicando a los ciudadanos”. En
todo caso, a la vista de la evolución del mercado de trabajo y de la economía
en general, no parece que haya lugar para excesivas alegrías. Veámoslo.
La crisis llegó tras largos años de ofensiva neoliberal —incluso con sedicentes
gobiernos progresistas— dirigida a la privatización, desregulación, retirada
del sector público y reducción de prestaciones. En el caso español, los
suculentos ingresos proporcionados por la burbuja inmobiliaria generaron un
espejismo que llevó a debilitar los cimientos del sistema fiscal sin que se
notara a corto plazo (lo de que bajar impuestos es de izquierdas). La nefasta
gestión de la crisis, que en Europa generó una segunda y letal recesión a
partir de 2011, hizo el resto. Austeridad presupuestaria, recortes brutales en
servicios y prestaciones sociales, reformas “estructurales”, todo ello actuando
en una única dirección: la de una creciente abstención pública y el sálvese
quien pueda social. Organismos internacionales como el FMI también han
presionado en esa misma dirección. Solo recientemente ha habido algunos pasos
para recuperar al menos parte del gasto social perdido: en Navarra claramente,
tras el cambio de Gobierno de 2015. En España todavía más en el ámbito de los
anuncios que de los hechos y con muchos titubeos, al capricho de ciclos
electorales y de unos presupuestos prorrogados.
El problema es que la recuperación del gasto social no se está produciendo
por avances en el reconocimiento de derechos subjetivos, en la recuperación de
prestaciones perdidas o en el marco de una verdadera política dirigida al
cambio de modelo económico; sino por la holgura presupuestaria que genera el
impacto del incremento del PIB en los ingresos públicos. El propio FMI, en un
informe publicado el 21 de noviembre viene a alertar —hablando de la deuda,
pero con una cantinela que se repite una y otra vez— de la falta de ajustes en
la “posición fiscal subyacente” y a reclamar más ajustes —“reformas
estructurales”—, particularmente ahora que, dice, el ciclo económico da
muestras de madurez, esto es, que hay indicios de que la fase expansiva puede
estar acabando.
Así pues, no solo no se han modificado las regulaciones que ampararon los
recortes, sino que cualquier perspectiva de recuperación se deja al albur del
ciclo económico. Las implicaciones son, creemos, bastante obvias.
En primer lugar, queda claro, y los datos aportados al comienzo dan fe de
ello, que no se han recuperado los niveles previos a la crisis en indicadores
sociales relevantes, lo que significa que la situación social en un previsible
cambio de ciclo económico será mucho más delicada porque los colectivos más
vulnerables estarán en una situación más débil que en 2008.
En segundo lugar, dada la cronificación de muchos problemas sociales y su
conversión en estructurales, cabe hablar de un cambio cualitativo que hará aún
más dura la situación.
Por último, y a pesar de algunas tímidas reformas fiscales, al menos en
Navarra, la capacidad pública para enfrentarse a una situación de emergencia
económica es seguramente más reducida que en el anterior cambio de ciclo. La
Administración, los poderes públicos, no solo abdican de hecho de su función de
reequilibradora y reductora de desigualdades, esencial para la legitimación del
sistema y el mantenimiento de la cohesión social. Además, renuncian
deliberadamente a capacidad de actuación y de maniobra en contextos adversos.
En suma, los recortes no solo llegaron para quedarse, sino que, de no
cambiar las cosas, cada nueva crisis implicará retrocesos mayores que los
avances previos, en un previsible contexto de continuo deterioro. Hasta dónde
se pueda llegar sin que revienten las costuras del sistema es una incógnita. No
obstante, la cohesión social parece haber dejado de ser una prioridad para los
poderes públicos y, sobre todo, para los económicos. Sin embargo, la política
social es más necesaria que nunca.
Juan Carlos Longás y Patxi X. Lasa, patronos de la Fundación Gizakia Herritar/Paris 365.
Juan Carlos Longás y Patxi X. Lasa, patronos de la Fundación Gizakia Herritar/Paris 365.
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